jueves, julio 16

Stalin: Nosotros siempre llevamos nuestras armas...¿y ustedes?


El 3 de julio, masas de soldados, marineros y obreros llevando armas con bandoleras cruzadas en el pecho, marcharon hacia el Palacio Táurida con el Primer Regimiento de Ametralladoras bolchevique a la vanguardia. Los carros eran detenidos y requisados a punta de pistola. Mientras carros y camiones llenos de hombres armados se movilizaban por las calles, algunos de los soldados empezaron a disparar hacia los viandantes en la avenida Nevsky. Los enfrentamientos empezaron. En la base naval de Kronstadt, los marineros bolcheviques se levantaron, dieron muerte a 120 oficiales, incluyendo su almirante, y demandaron que Lenin, Zinoviev y Kámenev les den las órdenes para tomar la capital. Como no recibieron respuestas, telefonearon a Stalin, que estaba en Pravda con el poeta bolchevique Demian Bedny: ¿deberían marchar con sus armas?

“¿Rifles?”, replicó Stalin. “Ustedes, camaradas, lo saben mejor... Nosotros, los escribas, siempre llevamos nuestras armas, nuestros lápices, adondequiera que vayamos, [pero] en cuanto a ustedes y sus armas, ustedes saben mejor que nadie”. “¿El Partido tiene el derecho de lavarse las manos y permanecer al margen?”. Trotsky estaba probablemente en lo cierto: Stalin era uno de los organizadores del levantamiento de julio. “Dondequiera que empezaba una pelea, en una plaza de Tiflis, en la prisión de Bakú, en las calles de Petrogrado, él siempre se esforzaba en hacerlo lo más encarnizado posible”.

La muchedumbre armada estaba enfurecida en las afueras del Palacio Táurida, esperando que el Soviet tomara el poder de acuerdo a la consigna de Lenin: “Todo el poder a los Soviets”. Pero dentro, Chjeídze y el Soviet discutían la formación de un nuevo gabinete, no querían el poder. Le temían. La muchedumbre se indignaba por la reluctancia del Soviet. Mientras tanto la ambigua respuesta de Stalin había tenido efecto: los marineros de Kronstadt estaban en camino.

En la mansión Kshesinskaya, Stalin y el Comité Central repentinamente perdieron su nervio y convocaron a Lenin que estaba de descanso. “Podíamos haber tomado el poder”, dijo Stalin, “pero contra nosotros se hubieran levantado los frentes, las provincias y los Soviets”. Stalin fue al Táurida para tranquilizar a Chjeídze y al Soviet, pero el genio ya había salido de la botella.

Lenin estaba en el tren hacia Petrogrado cuando Stalin se enteró que el Ministro Pável Pereverzev iba a acusar al líder bolchevique de alta traición, revelando que había sido financiado por la Alemania imperial. Esto era parcialmente cierto, pero Stalin regresó al Palacio Táurida y apeló a su compatriota georgiano para que la historia no se publique. Chjeídze estuvo de acuerdo, pero era demasiado tarde.

En las primeras horas del 4 de julio, Lenin llegó a la mansión: “¡Ustedes deberían ser echados por esto!”, recriminó a los extremistas bolcheviques.

En la encapotada mañana, 400,000 obreros y soldados dominaban las desiertas calles de Petrogrado; pronto se unieron a ellos 20,000 marineros fuertemente armadas que habían llegado en una flotilla de barcos. No tenían un plan... Los marineros se reunieron fuera de la mansión Kshesinskaya para demandar liderazgo: ¿dónde estaba Lenin? El trató de ocultarse en la mansión antes de salir mansamente a dar un corto discurso que no quedó en nada.

Los marineros, estimulados por otros 20,000 obreros de Putílov, se dirigieron al Palacio Táurida para ajustar cuentas con el tímido Soviet, cuyos miembros los habían decepcionado. Hubo escenas desagradables, pero a las 5 p.m. los cielos se abrieron: la lluvia apagó la fortuita revolución. Las multitudes se dispersaron... Lenin y el desanimado Comité Central llamaron a retirada patéticamente. Los Día de Julio habían terminado.

El gobierno, fortalecido por la creciente popularidad de Kerensky, decidió destruir a los bolcheviques. A pesar de los esfuerzos de Stalin, el Ministro de Justicia Pereverzev publicó evidencia del respaldo financiero alemán a Lenin. Muchos de los soldados fueron sacudidos por esta historia de la traición.

Extraído de “Young Stalin” de Simon Sebag Montefiore, Vintage Books, 2008, pp. 320-322. Traducción propia.

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